No hay duda de que hay un halo de nostalgia inherente en la Navidad, incluso en el repentino recuerdo de aquellos seres olvidados.
Aparecen en nuestra mente, sin orden ni coherencia alguna, imágenes de personas que habían compartido nuestro camino y que, por algún motivo, dejaron (o dejamos) de hacerlo desde hace tiempo. Se cuelan, mientras nos acabamos de abrochar la camisa o calzar los zapatos, miradas intensas de personas que estuvieron presentes en nuestro «aquí» y en nuestro «ahora» y que a día de hoy, ya ni tan siquiera pertenecen a este mundo. Personas que no veremos más, o quizás sí, quién sabe. También de personas con las que nos reímos hasta sentir las lágrimas bajando sin control por nuestras mejillas y que no veíamos el momento ni el por qué debíamos decirnos «adiós». Otras, con las que bebimos de la misma botella de vino y nos confesamos cosas que nos juramos no compartir con nadie, con las que nos desnudamos tanto que nos sentimos demasiado vulnerables como para seguir hablando. Otras personas cuyas historias no te cansabas de escuchar una y otra vez, ya pensando en esos momentos que las ibas a echar de menos cuando por ley de vida se fuesen antes que tú. Personas que eran capaces de ver en ti lo que uno oculta de sí, a sí mismo.
En otras palabras, personas que especialmente en esta época del año vuelven a estar presentes en tu día a día porque tú las recuerdas.
Y tú, ¿a quién recuerdas?